¿Qué harías si vieras a Dios?
Dios
noviembre 24, 2025
Para experimentar el perdón de Dios, es esencial tener un sentido real de quiénes somos ante un Dios que es Santo.
Denis Versiani
A finales del siglo VIII a. C., el reino de Judá experimentaba una prosperidad que no se veía desde el reinado de Salomón dos siglos antes. Se reconquistaron las regiones perdidas, se fortificaron las ciudades, adquirieron mucha riqueza y hubo gran admiración por parte de las naciones vecinas. Pero la prosperidad no vino acompañada de un reavivamiento. El pomposo culto del templo seguía un ritual vacío, lleno de orgullo y formalismo. Los sacerdotes, los príncipes, los ricos y los jueces oprimían a los más pobres. La ley se flexibilizó y el derecho se pervirtió. Además, Judá experimentaba un culto mixto, y la idolatría ya no causaba sorpresa. La embriaguez, la inmoralidad sexual y la orgía minaron el espíritu de los pocos que querían mantener una relación genuina con Dios. Y, para colmo, disfrutaban de una falsa seguridad, ya que enfrentaban una alianza entre Asiria e Israel que se fortalecía cada vez más contra Judá.
No es de extrañar que Isaías estuviera desistiendo de su llamado. Los mensajes de los cinco primeros capítulos ya le habían provocado cierta impopularidad, e Isaías temía la resistencia que encontraría si continuaba con este ministerio. Fue entonces cuando Dios llevó al profeta al lugar santísimo del santuario, que estaba resguardado por el pórtico y el velo interior, y le mostró algo inolvidable.
“En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo” (Isaías 6:1). En la visión, el profeta se encontró de repente cara a cara no con el arca de la alianza ─sobre la que brillaba la shekinah, la luz de la manifestación de la presencia divina, entre los querubines de oro─, sino con el propio trono de Dios, alto y sublime. La presencia de Dios era tan abrumadora que todas las salas del santuario estaban llenas de su manto de gloria. En el año en que murió el rey que intentó profanar el templo, Dios mismo se reveló como el Rey del Universo.
“Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria” (Isaías 6:2-3). El término serafín significa literalmente ‘seres en llamas’. El poder de estos ángeles que formaban parte de la guardia real era tan grande que se traducía en llamas de fuego o rayos. Su reverencia por Dios era tan intensa que no se atrevían a mostrar sus rostros ni sus pies, ni se atrevían a mirar el rostro de Dios. Esto se debe a que eran conscientes de que su santidad no podía compararse con la de Dios.
Por su parte, la palabra santo significa ‘separado’, ‘diverso’, ‘diferente’. Es Dios quien creó el universo con el poder de su palabra de la nada (Génesis 1:1; Juan 1:1-3; Salmo 33:9). Su naturaleza es tan grande que trasciende los límites del espacio (2 Crónicas 6:18). También trasciende el tiempo y conoce el pasado, el presente y el futuro en todas las dimensiones del universo (Isaías 46:10). Todo existe porque Dios es el principio vivo que mantiene la existencia (Apocalipsis 22:13). Además, todo en el universo, por muy sublime y sagrado que sea, fue creado dentro de la dimensión espacio-tiempo. Antes del principio, Dios ya existía (1 Juan 1:1). Su Sabiduría también es preexistente (Proverbios 8:22-31). Dios ni siquiera necesita un nombre, sino que se revela como “Yo soy” (Éxodo 3:14; Juan 8:59). Porque él es, todo existe. Por lo tanto, al cantar en términos superlativos: “Santo, Santo, Santo”, aquellos poderosos ángeles que servían a Dios entronizado proclamaban que nada en el universo podía igualarse, ni siquiera aproximarse, a lo que es Dios. Y, simplemente por ser quien es ─santo, distinto a todo lo creado─, Dios merece tu adoración y la mía.
El Señor de los Ejércitos es el poderoso comandante, a quien le sirve una hueste tan poderosa que ninguna fuerza militar, por muy tecnológica y bien entrenada que esté, puede siquiera pensar en compararse. Por eso podemos confiar cuando Pablo dice: “Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra?”. (Romanos 8:31, NVI).
Con la voz del canto de los querubines, los cimientos del templo, las columnas y la puerta se agitaron, y el lugar santísimo ─la sala del trono─ se llenó de humo. Este humo ayudaba a reflejar la gloria que emanaba del rostro de Dios. Imagina la luz gloriosa de los serafines totalmente absorbida por el resplandor divino del Altísimo. Esta es la mayor noción de majestad que podría entenderse. Esta escena se repite en Apocalipsis 15:8, cuando Dios está a punto de derramar las siete copas de sus juicios sobre la última generación rebelde antes de la segunda venida. El humo representa un tributo de alabanza de los seres santos, que reconocen la justicia de Dios y lo adoran como rey, juez y sacerdote ministerial de todo el universo.
En Éxodo 33:20, Dios respondió a la petición de Moisés: “Nadie puede verme y seguir con vida” (Éxodo 33:20, NVI). Por eso, Dios pasó toda su “bondad” ante Moisés. La gloria de Dios se manifiesta en su bondad. Así, cuando Isaías contempló a Dios en su trono, se chocó con la realidad: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5).
De pie, abatido por la luz y el poder divinos, Isaías se sintió abrumado por una sensación de pureza y santidad de Dios. ¡Qué sorprendente es el contraste entre la incomparable perfección del Creador y la conducta pecaminosa del profeta y su pueblo! Sabía que no podía estar ante Dios por más tiempo, no porque Dios sea malvado o tirano, sino porque el mal no puede soportar la presencia del bien. No se mezclan. No existe el ying yang. No hay comunión entre la luz y la oscuridad. Donde brilla la luz, las tinieblas se desvanecen; donde entra el bien, huye el mal. Aunque Isaías buscara a Dios, su propia naturaleza imperfecta, que le impulsaba naturalmente al mal contra el que tanto luchaba, era suficiente para denunciar su pecado.
¿Cuán pequeño te sentirías ante una escena así? Es obvio que si nos encontramos con la sala del trono, nunca saldríamos de allí de la misma manera que entramos. Pero no siempre es así. De hecho, no somos conscientes de nuestra responsabilidad cuando estamos ante el Dios Eterno. Nuestro concepto de santidad está distorsionado, y pensamos que el Altísimo tiene que ajustarse a nuestro estándar de vida. Pero que no veamos la manifestación de su gloria y su poder no hace que Dios sea menos santo. Imagina que si los santos ángeles que sirven a Dios en su presencia se cubren a diario la cara y los pies, ¡cuánto más deberíamos los pecadores vivir una vida acorde con su voluntad, sin relativizar los valores ni negociar los principios!
Amigo lector, ¡Dios es santo! Y eso es motivo más que suficiente para que nos postremos ante él y reconozcamos que es el único digno de adoración y alabanza, no solo en el templo, sino en todos los aspectos de nuestra vida. Debemos adorarle porque es el Creador de todas las cosas, incluidos nosotros. Más aún porque él es el dador de cada milésima de segundo de vida que fluye en nuestro cuerpo. Debemos adorar a Dios porque todo lo bueno que existe en nuestros corazones pecadores procede de Dios. De él proviene el amor (1 Juan 4:8, 19).
Dios debe ser adorado en su santidad porque es también el único ser del universo que posee dos naturalezas: la naturaleza divina ilimitada y la naturaleza humana limitada (Juan 1:14), la cual asumió voluntariamente. Así, la gloria ─la manifestación de su bondad, es decir, la personificación del amor de Dios─ se hizo presente para salvar al que estaba perdido, al que no merecía el amor por haber dado la espalda al ser más santo del universo. Si el mero hecho de que sea santo es razón suficiente para que le adoremos, cuánto más lo es porque Jesucristo es la brasa, el fuego que consume nuestro pecado y purifica nuestros labios y nuestro corazón (Isaías 6:6, 7; véase 1 Juan 1:9; Hebreos 12:27-29). Por lo tanto, para experimentar el perdón de Dios, es esencial tener un sentido real de quiénes somos ante un Dios que es Santo, Santo, Santo.
“¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí” (Isaías 6:8). Cuando el serafín tocó los labios de Isaías con el carbón vivo, el profeta se sintió digno de cumplir la misión de Dios ante un pueblo sordo, ciego y de corazón duro. El libro de Isaías describe la intención de Dios de salvar a su pueblo de la perdición que ellos mismos buscaban.
Amigo, esa es la misma misión que Dios nos entrega hoy. Hemos sido limpiados por la sangre del Cordero. Hemos sido justificados por su justicia y santificados por su santidad. Confiando no en nuestros méritos y talentos, sino en el poder de Jesús, quien es la simiente santa (Isaías 6:13), debemos aceptar el llamado a ser “nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9). Fuimos salvados por Dios para salvar a los pecadores del fuego (Judas 22, 23) y de la condenación del juicio (Juan 1:17), y para llevarlos al pie de la Cruz.
¿Estás dispuesto a decir sí a este llamado e ir en el nombre del Señor de los ejércitos, el Dios de la verdad?
Auror: Denis Versiani es magíster en Teología.
La publicación original de este artículo se encuentra en la página web: https://biblia.com.br/perguntas-biblicas/o-que-voce-faria-se-visse-deus/
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